¿Y entonces donde pertenezco? La frustración me turba con cada cosa que ante mi decide simplemente no funcionar, por ejemplo la economía nacional o los putos mensajitos de mi celular. Sentada ante la bulla atroz de la vanidad pesada de un vago desfile de modas donde famélicas mujeres caminan con gracia –sea lo que sea la “gracia”- y me recuerdan lo distante que estoy de ser una mujer perfecta.
Parece que mi escritura se asentara sobre burbujas que se romperán al contacto de cualquier superficie dura. Una escritura tan frágil como su autora, la mujer imperfecta. Esa que prefiere correr y odia peinarse, la que nunca comería brócoli pero sueña con la silueta ideal, una mujer insegura y desarmable que guarda palabras en su garganta y grasa en su abdomen, que vive en nubes de aire.
Terrible mujer verdadera que a veces parece de mentira, un remedo de mujer que solo sabe amar demasiado, como si de eso dependiera su vida. Que encanta a los hombres pero no los retiene. Esa que no sabe que quiere pero está segura de que alguien DEBE necesitarla. Aprendí a ser redactora, amiga, rolera y amante. Porque mis vicios son distintos, yo tengo adicciones de verdad como el amor, el sexo y la dulzura, nada que pueda comprar en la tienda más cercana como unos cigarros o una patucha de Trópico.
Soy la niña que nunca quiso crecer y ahora debe pagar el alto precio. Musicalizando encuentros, soñando como una estúpida con cosas imposibles. Soñar que me gano la lotería, que vivo frente a una playa, soñar que estarás cuando despierte como una niña que sueña volar sobre su casa.
¡Qué difícil! ¡Qué injusticia! Que el mundo me quiera perfecta. Camino sin rumbo porque a veces mis motores se apagan y con ellos las luces que me permiten ver hacia donde voy. Con el miedo a cuestas de convertirme en roca, de aprender a no quebrarme y dejar de sentirlo todo tanto tanto. Tal vez un día se me agote la inspiración y hable de cuentas, de belleza y de dinero. Pero no mientras yo pueda evitarlo.
Siento el abandono de mi protector mientras recorro los pasillos helados, porque pasó que no me atreví a decirte que no me dejes sola conmigo otra vez, sí, ni siquiera por una hora. Sabes como nos ponemos. Y es mi culpa, como siempre, por pedirte que me inventes tiempo. Porque Dios me hizo imperfecta y angustiable. Me hicieron con un YO chiquito pero con voz de gritos.